GRACIAS

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jueves, 31 de diciembre de 2009

Fin de Año



                                                                        “Se puso el disfraz, se paseó por el salón, subió hasta la azotea del cóctel y se lanzó al vacío.”


            Cuando nació fue como una bendición para sus padres. Habían esperado mucho tiempo. La madre llegó a pensar que nunca quedaría embarazada. Pero al fin sucedió. Estaba embarazada y tendrían por fin un hijo. El padre era un hombre bueno, trabajador, y la llegada del bebé lo colmaba de felicidad. El niño era hermoso. Parecía sano.

            Hasta los cuatro años creció como  un niño normal. Era pelirrojo, tenía una ceja ligeramente puntiaguda, hacia arriba, que le impregnaba de un aire extraño, como el de aquellos personajes de películas de ciencia ficción venidos del espacio. Era extremadamente inteligente y taciturno. Poco a poco su madre se fue dando cuenta de que algo no iba bien. El niño no hablaba y se mostraba reacio a relacionarse con los demás niños. Prefería jugar sólo. Tenía muchos juguetes. Al ser único hijo se volcaban para que no le faltara de nada. Pero él siempre elegía para jugar aquél muñeco de capa roja y mono azul con esa gran "S" roja superpuesta sobre el pecho.

            Cuando le llegó la hora de ir al colegio, pronto comprendieron que iba a ser una tarea imposible. No atendía. No hablaba. De vez en cuando gritaba hasta desgañitarse y habían de llamar a sus padres para que fueran a recogerlo. Con la única persona que parecía encontrarse calmado era con la madre. Era una mujer cariñosa, paciente que le transmitía la seguridad que a él parecía faltarle.

            El diagnóstico no tardó mucho en llegar, su hijo era autista. Consultaron los mejores especialistas, se asociaron buscando consejo y protección y ayuda. Fueron criándolo como mejor pudieron. El niño crecía sano, pero nadie podría llegar a su alma. Fueron años difíciles. El padre casi no podía acercársele. Y los besos de la madre era la única señal de cariño que admitía, aunque ella se daba cuenta de que aún así, él se limpiaba la cara cuando lo besaba.

            Cuando cumplió los diez años le regalaron el disfraz que tantas veces había acariciado en su muñeco. Se lo probó y ni siquiera por esa vez hizo muestras de algún tipo de sentimiento. Otro chiquillo hubiera dado saltos de alegría, sobretodo tratándose del auténtico disfraz de Superman. Pero lo aceptó y solía ponérselo de vez en cuando.

            La tragedia se cernía sobre sus vidas. Una llamada corta. Unas carreras al hospital. Varios días en la UCI. La muerte del padre.

            Para la mujer fue un golpe terrible. Amaba a su marido, y él era su consuelo cuando los problemas con el niño eran mayores. Pero el tiempo fue pasando y con él el dolor. Poco a poco fue enamorándose de nuevo. Era un compañero de la asociación a la que, ahora, acudía sola. El hombre tenía una niña con el mismo síntoma, pero vivía con su madre. Empezaron a salir y decidieron que podrían intentar vivir juntos.

            Al muchachito no le notaban si aquello le agradaba o no, tal era su aislamiento. Tal vez se acercara un poco más a su madre, como intentando delimitar de alguna manera su propiedad. Su madre no se percataba pero cuando los veía juntos en sus ojos se atisbaba un alo de amargura, y alguna vez una lágrima. Llegó fin de año. Pronto el chico cumpliría doce, y aún conservaba su disfraz. La fiesta la celebrarían en casa. Invitaron a algunos amigos de trabajo, y la familia. Todos parecían felices, celebrando la entrada del nuevo año con los mejores deseos. Habían puesto música y charlaban. Algunos, más contentos quizás por el alcohol se atrevían a bailar. La casa tenía una azotea magnifica que habían cerrado años atrás con vidrieras, lo que la hacía incluso en invierno acogedora. También la ocupaban algunos invitados que preferían ver las vistas de la ciudad que en aquellos días brillaba y lucía como nunca.

            Aquella noche el niño se mostró especialmente impertinente. No quería que nadie se acercara a su madre, y menos que nadie, su novio. Decidieron que lo mejor era acostarlo. Quizá un castigo tampoco le vendría mal.

            Lo que se escuchó en la calle ya no eran los sonidos propios de los muchachos divertidos deseándose feliz año nuevo, ni era una algarabía natural del momento. Eran verdaderos gritos de horror. Los de la azotea miraron hacia abajo. No necesitaron abrir ningún ventanal corredizo para asomarse. Uno de ellos ya estaba abierto. Al fondo vieron, en el suelo, entre el elegantísimo público, un cuerpo de niño vestido de azul y una gran capa roja. Bajaron corriendo las escaleras. Cuando la madre llegó el niño tenía los ojos abiertos bajo sus extrañas cejas. Por un momento pareció que sonreía.