El viaje siempre lo hacíamos en verano. Cuando llegaba Agosto, nos mudábamos del calor de Sevilla al otro calor. El tren resultaba siempre una aventura. Para nosotros, que éramos pequeños, todo podía llegar a ser fantástico. Recuerdo por ejemplo, que esperábamos con expectación el gran toro de Osborne asomarse por la ventanilla, y eso era más emocionante que el resto de las horas viendo paisaje, los ocres de Andalucía, los riscos de Despeñaperros, los túneles...
La llegada al pueblo era maravillosa. Ya antes de llegar a la casa de mi tía-abuela, nos habían saludado por la calle. Las gentes del pueblo nos conocían de los otros años y se mostraban tan cariñosos como si de alguien de su familia se tratara. "¡Pero qué grande están los chicos!", exclamaban. A mi verdaderamente me sobraba el plural, porque el grande era mi hermano, yo siempre pequé de chiquitita.
Y por fín la plaza, los soportales, el Corral de Comedias, todos los recuerdos de otros años se volvían a plasmar en mi retina infantil. Y volvían los olores a mosto, a pan, a las migas, olía, sentía en mi piel, me zambullía en su luz, por fin Almagro.
Y la casa. Un gran patio de piedrecitas. Algunos vecinos. Una tienda que olía a gloria. Por la tarde nos sentábamos en el patio. Y yo me quedaba embobada escuchando los recuerdos de mi madre. Las anécdotas, el repaso, en el buen sentido, a los familiares, se solían repetir año tras año, pero no me importaba, siempre escuchaba con toda la atención, por un momento yo formaba parte del pasado, de la infancia de mi madre, podía viajar en el tiempo a través de ella.
Los días iban pasando tranquilos, larguísimos. La infancia alarga las horas. Cada día podían ser como dos o tres de ahora. Días completos en un sólo día completo, parenteseados por las horas de las comidas.
Al fin llegaba el momento de visitar a mi tía Nieves. Ella vivía con su marido y sus hijos en el campo. Cerca de Almagro, un pueblo pequeñito que se llama Bolaños. El campo lo cultivaba la familia. Todos trabajaban la tierra. Y nosotros, mi hermano y yo, también. Nos decían como teníamos que recoger las patatas y nos embarrábamos con gusto con el agua que servía para regar.
La única niña era yo, y me mimaban. Me paseaban en el trillo, y yo me sentía feliz. Descubrí la dureza del campo en las manos de mis primos que aún siendo de niños como nosotros ya calleaban. Detrás de la dulzura inmensa con la que acariciaban mi cara había aspereza de piel, manos endurecidas por el trabajo y yo me sentía, quizá insensatamente, un poquito privilegiada por ser de ciudad. No olvidaré nunca aquellas manos y aquellos hombres, ni los ojos verdes de mi tía.
-¡No vale tirar piedras!- No creía que fuera justo. Nos teníamos que encontrar sin trampas. Buceando por las hojas, rastreando, afinando bien el oído, hasta la respiración se podía oir con un poco de atención. Los maizales nos subían en altura, y era el sitio perfecto para escondernos. Una isla verde y ocre en el campo donde desaparecer.
El calor mesetario, la chicharra, la tierra...